viernes, 19 de febrero de 2010

Perdidos y multados


Desde octubre de 2009 está prohibido perderse en Cataluña. Cuando menos está multado. Perderse, extraviarse, se considera falta a corregir mediante fuerte sanción administrativa. El extraviado, por temerario, nos dicen, debe correr con los gastos del salvamento. En definitiva, para ser encontrado, para ser hallado, bien hallado, debe rascarse el bolsillo.

Si don Abundio se adentra en un bosque a buscar setas o a echar una plácida cabezadita recostado contra un árbol, acaso con la secreta esperanza de sorprender a una simpática ardillita royendo bayas silvestres… -mejor eso que toparse con el colgajo del suicida Xirinachs suspendido de la rama de un pino-… pero da un mal paso y pierde el rumbo… pues a pagar, si es que dan con él los Bomberos de la Generalidad… los Bomberos que sobrevivan, claro es, a los incendios forestales causados por rayos caídos en la frondosa floresta una semana antes, como, por ejemplo, el rayo que no cesa de Horta de Sant Joan.

Perderse es equivocar el camino. No sólo en un sentido geográfico. Perderse, extraviarse, es connatural a la especie humana. Muchas veces salimos de casa y en medio del ajetreo demencial de la vida cotidiana nos desorientamos, no sabemos a dónde vamos ni para qué… aunque llevemos en el bolsillo la lista de la compra con todos sus asientos: pan, vino, fruta y un protector estomacal si tenemos el vicio impenitente de seguir las intervenciones de Enric Sopena en todas las tertulias en que participa.
Cuántas veces no perdemos el paso y nos invade una angustiosa sensación de extrañeza y desazón ante nosotros mismos y ante los demás, de lejanía de todos y de todo a pesar de la cercanía, de la yuxtaposición física de la convivencia. Y en un registro local… ¿Quién que no sea un clon, un épsilon nacionalizado y narcotizado, no se ha sentido íntimamente desapegado, a miles de kilómetros de no pocos de sus semejantes en esta Cataluña oficial… (la del editorial conjunto de la prensa obediente, amaestrada)… donde se multan rótulos comerciales por estar escritos en una lengua criminalizada, donde los niños no pueden aprender en la escuela pública, pagada por todos, en su lengua materna, si es la española, y donde ni siquiera pueden cantar en la clase de música, a causa de esa incomprensible proscripción idiomática, las canciones que cantamos muchos de nosotros cuando niños?

A unos les pierden las pasiones, altas o bajas, las mujeres, los naipes, la bebida. Si usted, teletransportado a lo Star Trek, aterriza en un plató de TV3 donde Josep Cuní somete a debate la conveniencia de multar a los dueños de mascotas que no sacan a pasear la suya al menos tres veces al día, se sentirá, probablemente, más perdido que un pulpo en el garaje. Y si no fuera así debería acudir inmediatamente a la consulta de un psiquiatra.

Otros se perderán sin remisión si aspiran, ilusos, a fiscalizar al céntimo las subvenciones opacas, pero millonarias, del gobierno regional del sonderkommando Montilla a la tupida trama asociativa urdida en 30 años de satrapía catalanista.
Y los hay que se pierden a caso hecho… -la perdición por la perdición-… para no encontrarse, por miedo a descubrir que no hay nada dentro que valga la pena, nada salvo, como dijo Céline con ese humorismo suyo de desollado vivo, un saco de vísceras locas por pudrirse.
En definitiva, en Cataluña está prohibido perderse y la desobediencia se castiga con un multazo del quince. Por lo tanto, uno debe ceñirse a las consignas, a las trayectorias mayoritarias. No debe abandonar la fila. La recomendación es evidente: sigue a los demás, desfila, deja que te marquen el paso y transita las sendas que recorren quienes te preceden. No seas loco, imprudente… no te salgas del redil. La comunidad no tolera a los discrepantes.

Nos preguntamos qué sucede, por ejemplo, cuando ese senderista que se extravía, y aún a pesar de salir los bomberos en su búsqueda, fallece. ¿Quién paga entonces el rescate? ¿Las autoridades se incautan de los bienes del finado, si los hubiere, hasta saldar la deuda contraída, es decir, hasta recuperar el importe del salvamento frustrado? ¿O se carga la minuta a los familiares que le sobreviven, esperando a darles el sablazo tras el funeral? ¿Queda la tarifa-rescate pendiente de cobro y se la endosan con disimulo al próximo imprudente que pueda contarlo? ¿O acaso con la muerte del temerario excursionista se extingue la responsabilidad civil y el gasto originado por el operativo del salvamento va a fondo perdido, como las ayudas bancarias?...

Y, por qué no… ¿Incidirá la meticona e insidiosa normativa lingüística del sonderkommando Montilla en el precio de la tasa-rescate?… De tal modo que si el sociópata… -así nos lo pintan-… ese individuo manirroto, derrochador, que se pierde en el bosque, solicita auxilio en español con su teléfono celular, quedando registrada esa circunstancia punible en el acta de los bomberos… ¿Habrá de satisfacer una multa mayor por infracción idiomática?... La motivación administrativa es sencilla para esa exacción añadida: si además de perderse uno, lo hace en español… -en esta Cataluña nuestra de asfíctico integrismo lingüístico-… comete no solo una irresponsabilidad sino que perpetra una intolerable y contaminante ofensa a nuestras fauna y flora patrias.
En efecto… pues en ese caso turbaría la pacífica existencia de la temerosa bestezuela agazapada a su paso tras un matorral, asustada por las malsonantes alocuciones vertidas en español, ese idioma pútrido, infecto, apto para chachas, yonquis y rameras trotonas y poligonales.

No debemos ir al bosque, pisarlo, sino es provistos de brújula y de una guía de montaña, pero actualizada, pues el ladrillazo rural ha proliferado de tal modo en las últimas décadas de bonanza económica en muchas de nuestras comarcas, que aquellos mapas de la editorial Alpina, con sus curvas de nivel a colorines, están desfasados y no contemplan la drástica modificación del paisaje. Sería preferible, pues, que en lugar de ir al bosque, el bosque acudiera a nosotros, acaso como la movediza floresta de Birnam (Dunsinane).
Qué ironía… si activaran la tasa turística rural, o tasa arborícola, intención recaudatoria de la que se habló hace unos años y por la que algunos consistorios de montaña pretendían cobrar entrada a los visitantes para recorrer sendas y bosques contenidos en su término municipal, y una vez satisfecha en taquilla, el cliente-paseante se extraviara luego, pero fuera rescatado más tarde, sano y salvo… habría de abonar también un peaje extra para salir.

El paseante que equivoca el camino, dicen, y lo damos por natural, es un descerebrado y debe pagar por ello. No sabemos si el traslado en ambulancia hasta un hospital del automovilista que ha cometido una imprudencia al volante, en nuestras carreteras patrias, corre también de su cuenta. O si el costoso operativo de un salvamento marítimo en nuestras aguas territoriales, cerca de las islas Medas, por ejemplo, debe abonarlo el pasaje de la embarcación de recreo a la deriva, a un tris de naufragar.

Accidente o no, toca pagar, no le demos más vueltas, no sea que perdamos el oremus. Y qué… nos hemos acostumbrado a pagar dócilmente casi por cualquier cosa. Y nada de poner en práctica aquello que se dice a menudo: de perdidos al río, pues recordemos que si está prohibido… -por obra y gracia del consejero Baltasar, ideólogo de los aportes puntuales de agua por trasvases-… alterar el apacible hábitat de insectos y pececillos en estanques, lagos y arroyuelos con la intrusión de ociosas pedradas, y no es una coña, ni marinera ni fluvial, con más motivo lo estará si, a plomo, nos zambullimos nosotros en el agua.

¿Una receta para no perderse?... Buscar y dar, como Franco Battiato, con un centro de gravedad permanente. Pero no siempre funciona.

1 comentario:

Reinhard dijo...

Aplicando esa doctrina ¿qué pasa con los progres aventureros secuestrados en Mautitania por la enésima rama de Al Qeda? Porque dicen que el gobierno de España ya pagado el rescate de esos tiñalpas. ¿ Reclamará el gobierno ese pago a estos irresponsables?
Quosque tandem abutere, Zapo, patientia nostra?