Supermercado Condis, calle Ricart, Barcelona.
Una día, tras las vacaciones de verano e irremediablemente víctima del brote cíclico, anual, que los especialistas llaman síndrome post-vacacional y que padece Tolerancio por un período aproximado de once meses, habida cuenta de su acusado desapego al trabajo… -(y sin haber recibido en su cuenta bancaria un solo ingreso con arreglo a lo solicitado en la bitácora titulada Teatro Negro, donaciones voluntarias de parientes y amigos que habrían de eximirle del trabajo remunerado para vivir de las rentas y dedicarse a crear no nacionalismo las 24 horas del día)-… pasó por delante de un supermercado de la cadena Condis, calle Ricart, junto a Paralelo, comercio al que, por vecindad, acude de vez en cuando.
Cierto que normalmente Tolerancio opta por un establecimiento perteneciente a otra cadena donde obtiene por cada compra una bonificación acumulable que, mensualmente, se traduce en un descuento no demasiado importante pero ventajoso en esta época de estrechez económica que estimula hábitos ahorrativos y porque, todo hay que decirlo, las cajeras son mucho más guapas, figurando una de ellas como ocasional protagonista de sus desmañadas fantasías eróticas entre estanterías al copo de envases de zumos y potes de lentejas, lo que da fe del escaso refinamiento de sus más elementales pulsiones.
Entró el patán de Tolerancio en el citado comercio de la calle Ricart, supermercado Condis, para adquirir unos cuantos artículos, sintiéndose, de repente, trasladado a otra dimensión. En efecto, al franquear el umbral del establecimiento le recibió, de golpe y porrazo, tan de golpe y porrazo que casi pierde el aliento… una enorme bandera catalana de unos cinco metros de largo por metro y medio de ancho suspendida del techo, abarcando bajo su protectora influencia la entrada y salida de clientes y las dos cajas registradoras separadas por un expositor de caramelos balsámicos y otras chucherías. Es decir, una bandera inmensa, enorme… una bandera del carajo de la vela de grande.
Tolerancio se quedó patidifuso ante semejante alarde de patriotismo en lugar tan extemporáneo… como un espantapájaros, pasmado, boquiabierto, mientras otros clientes comparecían con sus carritos y cestas ante las cajeras sin reparar en la chocante presencia de tan inmenso estandarte.
Tolerancio al punto se preguntó: ¿Es que solo yo la veo?... Imposible. Las dimensiones de la bandera impedían que pasara desapercibida. Incluso Rompetechos la habría divisado. Un señor de elevada estatura tuvo que inclinar la cabeza para no mancillarla con el lazaroso contacto de su frente, recordando a aquellos reclutas que juran bandera besándola con unción en un gesto sincopado y marcial.
¿A santo de qué?... se preguntó perplejo Tolerancio. Y cayó en la cuenta: viernes 12 de septiembre, jornada posterior a la Diada, fecha apropiada para el desparrame del más exaltado patriotismo. Pero aquello rebasaba toda medida. Lástima, pensó Tolerancio, no tener a mano una cámara de fotos para inmortalizar semejante cuadro, absurdo, inverosímil.
A la bandera catalana del Condis no le rinden sus respetos ni agentes de los mossos d’esquadra en compacta formación, ni los militantes de ERC empuñando antorchas en sus desfiles nocturnos, wagnerianos… sino paquetes de pañales, botes de detergente para lavadora, latas de sardinas… -en oferta, por cierto, dos al precio de una a 1’18 €-… pizzas precocinadas o packs de media docena de botellines de cerveza.
Es, pues, el supermercado Condis de la calle Ricart, por unos días, como un Cuartel Comercial de Instrucción de Consumidores donde solo falta en el frontis una inscripción lapidaria del tipo Consumiendo por la patria o Todo por Condis y por Cataluña. O alguna otra de parecido tenor. Templo mercantil donde se aúna consumo y patriotismo bajo la providente tutela del banderón. Una de las cajeras, una chica peruana, cansada tras una agotadora jornada laboral, atendía a la clientela entre bostezos y aprovechando el ínterin entre pago y pago para limarse las uñas.
Quizá pretenden los gestores de la cadena, con ese alarde de patriotismo cuchufleta, congraciarse con las autoridades regionales para alcanzar un acuerdo tan ventajoso como el firmado con Caprabo por el que ésta empresa pone a la venta productos catalanes rebajados en un 20% para estimular el consumo de artículos autóctonos… eso sí, merma en el PVP final que ha sido previamente financiada con dinero público por valor de 300.000 €… con ese poco dinero público que nos queda tras el expolio fiscal, la apertura de embajadas, subvenciones a federaciones deportivas aborígenes como la de Lanzamiento de Huesos de Aceituna a Escupinadas, el pago de informes sobre hábitos reproductores de la perdiz nival, tuneado de vehículos oficiales o la contratación por una millonada de asesores retroactivos, entre otras partidas presupuestarias.
En suma el cliente adquiere un producto más económico, cuyo descuento, en cierto modo, ha pagado con anterioridad, pero como el bolsillo no ha notado ese desembolso anticipado, pues santas pascuas…
Nunca vio Tolerancio una bandera tan a desmano de lo que requiere, en principio -solemnidad, pero austeridad también- el simbolismo patrio. En un supermercado: oferta de tomate frito dos por uno. Que es casi, quizá no sea la comparación más adecuada, como encontrarse la bandera de obediencia de cada cual en el lecho, a modo de sábana, en la pensión donde ha contratado los servicios de una prostituta. O estampada en los rollos de papel higiénico del sórdido retrete de una estación de tren.
Si Tolerancio fuera catalanista habría pillado un mosqueo del quince. No sería plato de su gusto que su amada bandera anduviera entre bolsas de pipas, cartones de leche y pechugas de pollo envasadas al vacío.
Si de lo que se trata es de colocar la bandera en los lugares más insospechados, Tolerancio reitera de nuevo su viejo proyecto, condenado al fracaso como tantos otros, de organizar un safari fotográfico por toda Barcelona con la excusa de obtener instantáneas de la bandera cuatribarrada para proceder a su deconstrucción simbólica, utilizando la terminología semiótica que ha hecho furor entre fogones por obra y gracia de periodistas y cocineros elevados a un fatuo estrellato.
Y no será por falta de motivos: la ha visto Tolerancio en sacos para cascotes que se utilizan en las reformas de viviendas, en portezuelas de camiones dedicados a mudanzas, en servilleteros de bares y cafeterías, en azucarillos -a juego con los servilleteros-, en las tartas de las pastelerías o como cintas de cierre de esas bolsitas de plástico llenas de almendras garrapiñadas en el quiosco del parque de la Ciudadela.
Desde ahora nos saluda la bandera al entrar en ese recinto sagrado donde se ejecuta una de las acciones patrióticas por antonomasia: la actividad comercial. En el supermercado. ¿Fue Cicerón quién lo dijo?... Dulce et decorum est pro patria mori… et “consumire”.
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