martes, 15 de enero de 2008

Los surma/ Prohibida la tristeza I

Un artículo publicado por el diario El Mundo el pasado día 25 de julio de 2007* titulaba así:

Antropología/ Una expedición española comprueba que las etnias africanas más aisladas no padecen los trastornos mentales que se sufren en occidente. Las tribus que nunca se deprimen.


La expedición española de marras, financiada por la Agencia Española de Cooperación Internacional, AECI, la Universidad de Salamanca y varias empresas como Nissan y Telefónica, ha descubierto la sopa de ajo tras recorrer, nos dicen, más de 50.000 kms y convivir varios meses con la tribu de los surma, del meridión etiópico. Es verosímil que los tales no padezcan los mismos trastornos mentales que los occidentales, y si me apuran, que los orientales. Es posible que no demos entre los surma -los ndembu o los bimin-kuskusmin- con individuos que padezcan determinadas dolencias o conductas desarregladas, como la personalidad múltiple, salvo que dispongan de hechicero o chamán en la tribu que cultive a las mil maravillas las heterodoxas artes de la posesión por espíritus y adopte en un trance, inducido por sustancias psicotrópicas o por la alterada percepción de la realidad a través de tormentos o condiciones físicas extremas, la personalidad de un antepasado, de un leopardo o de un crotorante avechucho. U otros desarreglos derivados de hábitos presentes en sociedades tecnológicamente más avanzadas, como el consumismo compulsivo, la ciberdependencia o el síndrome post-vacacional -del que, por cierto, aún no se ha recuperado Tolerancio y ya han transcurrido varios meses-.

El estudio africanista lo ve uno venir de un rato lejos. Es la eterna canción de la antropología quintacolumnista contra el modo de vida occidental. Qué podridos estamos nosotros y qué felices son ellos con su vara de pastorear y su taparrabos bailando el hula-hula a la luz de la luna. No necesitan mucho más. No crean sociedades complejas, su división del trabajo, si la hay, es rudimentaria, como su tecnología no contaminante, a la que no podemos imputar responsabilidad alguna en la acelerada desertización del planeta o respecto de esa lacra geocida del calentamiento global. No generan excedentes de producción del que se apropien unos cuantos tipejos avispados que instauren una suerte de rígida escala o jerarquía clasista y a partir de ahí modos de producción alienantes ni formas de gobierno delegadas o supuesta y parcialmente representativas.

Ellos son el lejano paraíso que la humanidad no debió abandonar jamás y encima, o por todo ello, no están mal de la chaveta. Son individuos sanos. Nada que ver con los fifiriches deprimidos, acomplejados, estresados y descacharrados que somos nosotros. Los expedicionarios han recuperado para una vergonzante comparación al buen salvaje de Rousseau, prototipo de humanidad etnográfica, literaria y moralizante, del que ya nos habíamos olvidado por completo.

Pero a Tolerancio no se la dan con queso. Es muy verosímil que en esas poblaciones demográficamente más reducidas y menos tecnificadas no afloren determinadas alteraciones de la vida psíquica constatadas en el hombre occidental, pero sí otras y distan mucho de componer grupos humanos idílica, bucólicamente armónicos. También tienen sus desajustes que no son cosa de broma y que viven como auténticas tragedias. Conductas marginales rechazadas por el compendio de valores que imprime el grupo a sus individuos las hay etnográficamente documentadas desde las primeras recopilaciones de datos de viajeros aficionados y de antropólogos formados académicamente como tales a partir del siglo XIX. No hay comunidad humana que no conozca tabús, mandamientos, disposiciones no escritas pero de obligado cumplimiento bajo pena de excluir a esos infractores a quienes debería abrazar y acoger con amorosas lisonjas.

Nos advierte Kardiner***, uno de los precursores de los estudios psicosociológicos entre grupos humanos ágrafos o primitivos, que en todas las culturas hay individuos que se encuentran con necesidades -algunas de naturaleza elemental y otras inducidas por el fenotipo cultural- que no son satisfechas adecuadamente (existiendo, por ejemplo, numerus clausus para detentar cargos o roles de autoridad o cierta nombradía incluso en los grupos de estructura menos compleja) y que obstruyen por tanto la realización del individuo a través de esas actividades esenciales que habrían de comportar una deseable gratificación.
La bibliografía etnográfica está al copo de ejemplos de la más variada índole. Desde los clásicos de Margaret Mead y Bronislaw Malinowski, década de los 20 y 30 del pasado siglo, acerca de las conductas problemáticas e inadaptadas de numerosos individuos de tribus -Samoa y Papúa, respectivamente- alrededor del universo sexual y su inclusión/exclusión en/de los mecanismos matrimoniales, a la ansiedad generada por restricciones tabuadas, la carga psicológica tremenda de los rituales de iniciación -ensayos de van Gennep o Victor Turner-, el destierro a la marginalidad de individuos que no han respondido a las expectativas creadas, la existencia casi universal de figuras como el orate, el vagabundo, el hechicero maligno que pulula por sendas y bosques rechazado por los demás como un apestado o las drásticas sanciones contra quienes cometen actos que, eso se entiende, atentan contra la inestable demografía del grupo, un asunto verdaderamente comprometido, o cuestionan la normativa dominante deviniendo una suerte de disidentes que los valedores de la oficialidad tribal, metidos a cirujanos, deciden extirpar drásticamente, como es el conocido caso de los iroqueses trascrito por misioneros, siglos XVIII y XIX, que, sin disponer de Inquisición o tribunales reformados, quemaban en la hoguera -qué miedo- a los adúlteros por atentar contra las reglas de intercambio exogámico y por ende contra la estabilidad de la vida comunitaria.

Ya nos hemos dado cuenta. Hay quienes pretenden vendernos que algunos pueblos incontaminados por nuestro modo de vida habitan una inocencia feliz y sin baldón alguno, inmunes a las asechanzas de la falsa moral, correteando alegremente por sabanas o praderías, persiguiendo mariposas de colorines y revolcándose con nativas risueñas de pechos bamboleantes, para predicar, mediante derivadas que se deducen necesariamente de ese discurso, la buena nueva de la felicidad por decreto. Sólo que a Tolerancio le suena la letra de esa canción… interpretada reiteradamente por los apolo-getas a sueldo de regímenes totalitarios, socialistas o nacionalistas, y que es exactamente el asunto que trataremos en la próxima bitácora, pues ésta ya se extiende en demasía.

* La actualidad impone, incluso al rascapieles de Tolerancio, su ritmo desquiciado y el interfecto no ha tenido más remedio que demorar algunas bitácoras pensadas meses atrás. Esta era una de ellas. Por esa razón ruega Tolerancio a esas ocultas potencias que manejan los hilos de nuestras vidas convirtiéndonos en marionetas o en figurantes de una función delirante, vertiginosa, frenética, que le den un respiro y le permitan editar esas bitácoras en reserva y ponerse al día de una vez, pues tanta descacharrada noticia le ocasiona una ansiedad terrible -se le acumula el trabajo- rayana en la depresión, que le impedirá engrosar, como era su inicial propósito, las fraternales filas de la humanidad primitiva, inocente y jovial representada por los surma.


** Kardiner, Abram: El individuo y su sociedad, F.C.E.




1 comentario:

Reinhard dijo...

Evidente es, apreciado Tolerancio, que estos primitivos pueblos no adolecen de ansiedades, depresiones y otras modernas patologías. Véase si no, y entre otros , el reciente caso de Kenia: al más mínimo estrés se lian a machetazos como usted o un servidor tomaríamos un ansiolítico. Total, si hay muchas bajas ya tienen una elevadísima natalidad para suplir a los caídos.Algunos para llegar a estas conclusiones escriben un libro y hasta lo venden. Y todavía algunos hideputas nos quieren "alianzar" con estos "hermanos". Salúdole.