miércoles, 10 de octubre de 2007

La "doctrina Garzón" llega a Brooklyn


Esta historia no es real pero lo parece

Agentes de la Brigada contra el Crimen Organizado del NYPD, Departamento de Policía de Nueva York, vigilan una reunión clandestina de la temible banda del sanguinario capo mafioso Pippo Caprone. La cita tiene lugar a altas horas de la madrugada en la trastienda de la trattoria Mia Mamma situada junto a los muelles de Brooklyn. Asisten, entre otros, los hermanos Balanegra, con un amplio historial delictivo a sus espaldas, Joe Taladro Gambini, Fredo Luppara Malatesta y Vito Alicates Fetuccini. Tampoco falta el astuto y discreto contable de la organización, Sam Bernstein.

El local ha sido pinchado con micrófonos gracias a la colaboración de un antiguo empleado que fue despedido sin indemnización y con un ojo menos gracias a las malévolas artes de Vito Fetuccini, acogido ahora al Plan Especial de Testigos Protegidos, aunque no por mucho tiempo -pues aparecerá al cabo de unos días cosido a puñaladas y con un canario en la boca, que en el criptolecto del hampa significa que al finado le ajustaron cuentas por soplón, pero esa es otra historia-. Los agentes permanecen en el interior de una furgoneta camuflada como vehículo de reparto de helados de pistacho. Llevan auriculares y no pierden ripio de cuanto se dice en la reunión mientras sorben café de un termo y engullen a dos carrillos donuts y perritos calientes. El agente Travis, que es muy poco aseado -por eso le abandonó su mujer- se ventosea constantemente para embromar a sus compañeros. En la trattoria, los gángsters dan buena cuenta de unos roscones napolitanos y de unas panzudas botellas de rosolio y sambuca en gabardina de mimbre y atacan a capela una tarantela.

Reina un humor excelente. Joe Taladro se jacta de haberle cortado un par de dedos de la mano a un pacífico tendero con una sierra de marquetería por impago del impuesto revolucionario que ellos llaman canon de protección. Le faltaba un dólar para abonar el importe íntegro de la deuda. No se arrugó a la hora de ejecutar las drásticas órdenes aun en presencia de la esposa del infeliz, ahora mutilado, y de su numerosa y asustadiza prole. Los hermanos Balanegra brindaron a la salud de los O’Bannion, unos camellos irlandeses al menudeo que pretendían controlar, los muy ilusos, un cuadrante del barrio, y a los que acaban de sumergir en las frías aguas del East River, junto al puente de Verrazano, con los pies encofrados en un bloque de cemento. Por último hace su entrada triunfal Gigi Metralleta Guerini, con la bocacha aún humeante del subfusil Thompson que trae bajo el brazo como si fuera una baguette, pues no hace unos minutos que ha vaciado uno de sus cargadores circulares en el cuerpo de Nick el Tachas, que ha quedado tirado en un sombrío callejón como un queso de Gruyère por escamotearles un pellizco de la recaudación de la red de apuestas ilegales.

Los agentes telefonean sin pérdida de tiempo al Fiscal del Distrito y éste al juez, honorable señor Cavendish. Nadie duda de la participación de los integrantes de la banda en infinidad de atroces delitos e incluso se vanaglorian de sus más recientes fechorías. Pero el juez titubea y ordena que los agentes continúen a la escucha y le comuniquen cual es el asunto abordado en la reunión.
Los criminales someten entonces a votación la iniciativa del astuto contable consistente en donar una exigua parte del cash-money de la banda a beneficio del asilo de ancianos de la calle 43. Se trata de plantar macizos de flores en el jardín y de renovar el cableado de la anticuada instalación eléctrica. Es, así lo llama, una inversión cosmética que les granjeará no pocas simpatías y mejorará su reputación en el barrio.
Los agentes dan parte al Fiscal y éste a Su Señoría. El juez Cavendish se pellizca los labios, está indeciso, le gustaría meter a esos hampones malencarados entre rejas… cuando echa mano del diario que tiene en la mesa de madera de nogal de su gabinete de estudio y lo abre casualmente por una crónica del extranjero: la detención de la cúpula de Herri Batasuna dictada por el juez Baltasar Garzón, conocido en todo el orbe judicial del planeta.

Y desentraña al punto los misterios, los arcanos de la llamada doctrina Garzón: los terroristas están sujetos a la acción de la justicia si se reúnen para perpetrar atentados, pero no lo están cuando lo hacen para negociar con el gobierno o para preparar una barbacoa dominical aunque algunos asistan a dicha reunión limpiándose con un pañuelo salpicaduras de sangre y cachirrines desmenuzados de masa encefálica luego de meterle un balazo en la nuca a un concejal de un partido no nacionalista o a su escolta. El juez Cavendish ata cabos y… ¡Eureka!… da con la solución apropiada. Puesto que la reunión, aunque clandestina, no tiene un propósito criminal inmediato, no incumple el ordenamiento jurídico… luego los agentes deben suspender al instante el operativo de escucha. De lo contrario los empapelará a todos, incluido el Fiscal, por brutalidad policial y acoso a unos ciudadanos del común que tan sólo pretenden mejorar las condiciones de vida de unos ancianos indefensos. A mayor abundamiento, recuerda Su Señoría la novedosa teoría del ministro Fdez Bermejo llamada del fatalismo judicial respecto de la ley de banderas que dice que no procede velar por su aplicación y cumplimiento porque siempre habrá gente dispuesta a desobedecerla. Por esa misma regla de tres carece de sentido perseguir a Caprone y sus secuaces porque si no atracan, mutilan y asesinan ellos, lo harán otros en su lugar.

-Pero, Señoría… -repone el Fiscal-… pueden volver mañana a las andadas, secuestrar a sus nietos, sin ir más lejos, abrirles la barriga con un punzón y destriparlos con las manos…

Pero ya es demasiado tarde. No ha escuchado su cabal advertencia. El juez Cavendish ha colgado el teléfono y mira la foto de Baltasar Garzón que trae el diario y se dice lo mucho que le gustaría parecerse a su colega. E incluso decide teñirse de canas la onda del flequillo mientras paladea una copa de Oporto.


The End

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