Todos los episodios históricos relevantes demandan su banda sonora. Elegimos una melodía y con el tiempo nos da las claves de los hechos, del ambiente, del pálpito de esa época, y al invocarla, al tararear sus notas, su letra, esos sucesos se reactivan y acuden presentáneos, convenientemente disfrazados, a nuestra memoria. La banda sonora de estos días, tras el desorbitado derroche del festival nacionalista de Frankfurt -que recuerda la institución del potlacht entre los kwakiutl de la antigua Columbia británica- y el frustrado anuncio de nuestra presencia en la Bienal de Venecia como nación invitada, será sin duda, a la vuelta de unos años, una balada romántica y melancólica que fue sonado éxito musical de Charles Aznavour y que dice así: Qué profunda emoción recordar el ayer, cuando todo en Venecia me hablaba de amoooorrrrr…
El nacionalismo agarra el globo terráqueo, lo hace girar al buen tuntún y lo detiene en seco plantando un dedo para fijar un nuevo destino en su itinerario internacional. Lo mismo da Macao que Jerusalén. El azar nos habría de llevar esta vez, con motivo de la Biennale, hasta la otrora Serenísima -como la España de ZP- república de Venecia. Andaban ya creativos e intelectuales en nómina del nacionalismo, dándose codazos como buitres a la rebatiña, locos por salir en la foto oficial de la delegación comisionada al promocional evento.
Bargalló hizo sus gestiones por ducales palacios, recorriendo los canales en góndola, pero de incógnito tras una de esas máscaras de dorada purpurina del común atavío de los carnavales venecianos, pasando bajo los más emblemáticos puentes de la perla del Adriático, el de Rialto y el de los Suspiros, transido de amor patrio como el libertino Giacomo Casanova de amor carnal. Habló en secreto con un cardenal, con su birrete y todo, en un gran salón de ventanas ojivales -no sabemos si era monseñor Martínez, el bendicente estatutario, o un farsante disfrazado- y nuestro comisionado, seducido por la pompa y boato reinantes y por las refinadas maneras de su interlocutor, cayó en la trampa y creyó ganar un aliado. El despacho secreto tuvo lugar bajo el miriñaque de una dama. Los conferenciantes danzaron en su fragante guarida al compás del minueto que interpretaba la orquesta del selecto baile sin tropezar con las piernas de su anfitriona.
En la misión nacionalista enviada a Venecia para acordar la presencia de Cataluña en la Biennale, aún al elevado precio de sobornar con dinero público al comisario y a la dirección entera del certamen, se produjo una discreta deserción: el mismo pedófilo que integró meses atrás la delegación tripartita destacada a Finlandia (para desatender finalmente el modelo lingüístico-educativo de aquel país nórdico), tiranizado por sus aberrantes pulsiones, se extravió esta vez por callejuelas y canales tras la melena rubia, tritícea, de un muchacho pálido y de aire desfallecido, empeñado en la traducción inversa, de la ficción literaria a la realidad, de las porfías y quebrantos del personaje de la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia, interpretado por Dirk Bogarde en la versión fílmica de Visconti.
Algunas de las obras de arte expuestas en otras ediciones de la Bienal de Venecia son solidarias del espíritu imperante en lo que podríamos denominar arte contemporáneo. Dio que hablar la singular y edificante iniciativa de un artista, años atrás, que tuvo la genial ocurrencia de encaramar a la peana a un disminuido psíquico por todo motivo y formato compositivos.
Otros episodios de parecido tenor, en otros ámbitos, han saltado a la prensa, siempre como escándalos y provocaciones, como la del autor tudesco que expuso una bañera repleta de desperdicios y que la atribulada señora de la limpieza, una vez cerrado el museo al público, limpió con productos desinfectantes en un inconsciente pero acertado e intuitivo ejercicio de crítica artística, lo que motivó la queja del creativo damnificado y la consiguiente indemnización millonaria a su favor. O la de aquel otro artista, de nacionalidad italiana, que enlató sus propias heces -una serie limitada y reservada a auténticos connaisseurs-, llegando la prestigiosa dirección del centro parisino Georges Pompidou a adquirir una de las obras, previo desembolso de 5.000 €, pero con tan mala pata que estalló el recipiente el día de la inauguración, por la creciente presión de los gases resultantes de la descomposición de las materias fecales contra las paredes de latón del envase, salpicando a no pocos espectadores en una suerte de perfomance embromante y participativa. La exposición dejó huella, deleble, pero huella al cabo.
Los defensores de estas creaciones artísticas instan a su componente pretendidamente crítico, a la toma de conciencia del espectador a partir de la obra, a la denuncia insobornable del absurdo del modo de vida moderno y nos dicen que la finalidad del arte ya no es emocionar al público a través de la belleza, de la perfección estética, pues son valores relativos y cambiantes, cuando no inconmensurables, no sujetos a cánones o directamente alienantes. En tanto que sus detractores nos remiten a la flagrante deshumanización del arte de vanguardia. Lo cierto es que desde la irrupción de los ismos, con la pintura en primera línea, a finales del siglo XIX, incluyendo toda la quincalla no figurativa actual, la sociedad ha aprendido a integrar todas esas propuestas, a incorporarles al sistema de mercado y elevarlas a la categoría de iconos o referencias culturales. Somos únicos, como civilización omnívora, asimilando, fagocitando todo aquello que nos insulta o destruye para transformarlo en un gadget decorativo más*.
En esa dimensión fecal, excrementicia del arte, encajaría el comisario Carod Rovira a las mil maravillas, tentado el nacionalismo de convertir el arte en una función metabólica más del organismo vivo nacional. Pero lamentablemente, que es un decir, el anuncio de nuestra presencia en tan celebérrima exposición era un farol, la expresión entusiasta de un deseo, de una fantasía de ensueño, como un cuento al copo de hadas benefactoras. Acaso esperaba la banda de Carod Rovira, con jurisdicción en el ámbito de la gestión cultural, conforme a uno de los preceptos del llamado pensamiento Alicia que basta con expresar repetidamente los deseos con los ojos cerrados para que éstos se conviertan en realidad. Nos dicen que Bargalló consultó una bola de cristal para atisbar el futuro y estremecerse viendo la bandera patria ondear al viento en el mástil del pabellón de Cataluña, con las torres de la plaza de san Marcos al fondo… pero le dieron gato por liebre pues la bola prospectiva no era de auténtica cristalería de Burano y las torres que vio en su reflectante superficie no eran mas que las réplicas aproximadas que se yerguen en la plaza de España de Barcelona.
Cuando se trata de Venecia, uno, prudente, debe andarse con mil ojos, pues a uno le escrutan, tras celosías y antifaces, desde mil ventanales. Es un lugar fascinante, hervidero de intrigas, carnavales, conspiraciones, amantes voluptuosas y sofisticadas, envenenamientos, el teatro de La Fenice en llamas, como nuestro Liceo, los vaporettos al Lido, leones de oro y estrellas del celuloide desfilando por alfombras suntuosas… es un escenario que le atrapa a uno y puede jugarle una mala pasada, hacerle perder el rumbo y acabar entrampado en el légamo de las empozadas y mefíticas aguas de la marisma. Las dagas venecianas aguardan al paseante incauto y desprevenido al volver una esquina. Esto lo sabe Tolerancio de muy buena tinta, pues hará cosa de 20 años le cobraron la nadería de 350 pesetas por tomarse un café en la plaza de San Marcos, casi todo el presupuesto de aquel día, aunque luego se desquitó acudiendo a una exposición de Giambattista Tiepolo. Venecia es la patria de la diplomacia intrigante y prudente y reserva a los más impulsivos e irascibles bamboches, como Carod Rovira, los disfraces chillones y bufonescos del arlequín, pues por algo fue Venecia la cuna del comediógrafo Goldoni.
Venecia seduce al visitante con su aire decadente, novelesco, y siempre a punto de hundirse bajo las aguas, lo que ocurriría sin remisión si los técnicos de las obras del AVE a su paso por Barcelona y de la línea 9 del Metro, conduciendo sus máquinas perforadoras, acudieran en auxilio de la histórica y serenísima república para hurgar en sus entrañas y reforzar sus inestables cimientos.
* Para hacerse una idea inicial de estas polémicas artísticas, recomendamos el breve ensayo, en realidad es el texto de una conferencia, de Salvador Dalí titulado Los cornudos del viejo arte moderno, publicado por Tusquets.
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