viernes, 9 de noviembre de 2007

El cardenal Martínez


No sabemos cómo transcurrió la bendición -no estuvimos allí- pero nos la imaginamos pizca más o menos así: el señor arzobispo, cual un zahorí, haciendo oscilar un incensario, una suerte de botafumeiro como el de la catedral de Santiago, pero en miniatura, precede a los ponentes estatutarios que entran con paso solemne en la basílica de la Merced, patrona de la ciudad condal. El vapor difundido por el adminículo litúrgico en su pendular movimiento impide que los asistentes arruguen el morro por causa del olor a rancio, a taquilla de estibador portuario, que traen los ponentes luego de varias semanas de vehementes y acaloradas discusiones cocinando el pastel y repartiéndose las porciones. Proceden exhaustos del campo de batalla y al traspasar el tímpano del templo se acogen a sagrado. Alguno de los integrantes de la comitiva estatutaria anda tentado de agarrar el mechero y prender fuego a los bancos de madera para que la basílica arda en una suerte de recuperación actualizada de la memoria histórica visual, o memoria óptica, con arreglo a los modismos incendiarios de la hoy tan loada II República, pero, no sin esfuerzo, logra contenerse

Monseñor Martínez luce su mitra reluciente, la de los domingos, su casulla, sus mejores galas. Detrás marcha un monaguillo portando en alto la custodia, la hostia consagrada encajada en un sol de rayos dorados. El fin de la ceremonia es bendecir a los artífices del nuevo redactado estatutario y monseñor Martínez les unge dibujando en el aire la señal de la cruz con los dedos índice y corazón en uve como el majestuoso pantocrátor de una bóveda románica. No importa que el articulado aborde espinosos asuntos que incurren en flagrante contradicción con la doctrina católica, como una suerte de inaugural manga ancha con la eutanasia, la ampliación de los supuestos legales de aborto, la manipulación genética o la instauración de un comisariado político para el control de los asuntos religiosos que, para mayor INRI, nunca mejor dicho, queda bajo la providente tutela del vicepresidente, en estas horas el muy honorable señor Carod Rovira, José Luis para los amigos, el de la corona de espinas.
La receta para un éxito seguro es andar siempre junto al poder establecido, piensa para sus adentros, meditabundo, monseñor Martínez, tal y como otrora hicieran sus predecesores desfilando detrás del General Franco cuando entraba en basílicas y templos bajo palio, como en la abadía de Montserrat. Y añade con una sonrisa beatífica calcada del querubín tardogótico de la catedral de Reims: Mi estatuto sí es de este mundo.

En fecha reciente el arzobispo de Barcelona ha sido elevado a la dignidad cardenalicia ingresando como cofrade de pleno derecho en el club de la púrpura, esa selecta fraternidad que reunida en cónclave tiene la potestad de elegir, cuando procede, al nuevo Romano Pontífice.
Nuestro flamante cardenal se ha manifestado muy recientemente en contra de la Ley de Memoria Histórica que insta a retirar las placas conmemorativas de los religiosos que en cada diócesis sufrieron persecución y martirio en la retaguardia republicana durante la Guerra Civil. Esas declaraciones podrían indisponerle, lo sabe, con los, por él bendecidos, ponentes estatutarios, habida cuenta que los verdugos de los mártires, beatificados muchos de ellos, y otros en espera, militaron entonces en las mismas organizaciones que hoy dirigen los ponentes de marras al tiempo que gobernantes. Pero no es cosa nueva que la jerarquía eclesiástica -y la catalana en particular- sepa como nadie transitar en equilibrio por el finísimo cable del funambulista. Lo que se dice muy a la pata la llana, nadar y guardar la ropa. O mejor, poner una vela a Dios y otra al diablo.

No sabemos si lo que pretende el cardenal Martínez, conforme a su devocionario, a su hoja de ruta parroquial, pues los caminos del Señor son inescrutables, es ejercer de pastor de almas de una iglesia como la uniata o de algunas confesiones ortodoxas que no rinden obediencia a ninguna autoridad espiritual allende sus fronteras, convertido en metropolitano -en archipámpano- de la iglesia nacional catalana tolerada por el poder civil tripartito. Pues el nacionalismo, como todo el mundo sabe, pretende en primer término sanar no el cuerpo pero sí el alma nacionalmente enferma. Por ello no fue casualidad, sino una intervención de la divina providencia, que el paladín del neocatalanismo contemporáneo fuera un matasanos, un médico titulado, don Jordi Pujol i Soley, con su fonendo al cuello para auscultar los pálpitos patrióticos de su adormecida grey. Le siguió una cohorte bien remunerada de ingenieros de almas, actuantes todos a una: nos gobiernan, nos informan -es un decir-, educan a nuestros hijos y nietos -también lo es-, nos regañan a menudo, gestionan nuestros asuntos cotidianos y hasta nos retransmiten los partidos de fútbol. Hay, cómo no, un huequecito en el organigrama, meticulosamente diseñado, para los mamporreros de almas que tienen encomendada la alta misión de propagar el salvífico mensaje nacionalista entre los sectores más reticentes de la sociedad, descollando en esas lides con especial protagonismo el infatigable y servil sonderkommando Montilla.

Teníamos, como queda dicho, un médico, ingenieros y un palanganero con la bayeta al hombro. Para completar la dotación sólo nos faltaba el pastor de almas nacional. Monseñor Martínez es nuestro hombre. Pero acaso hemos subestimado las verdaderas ambiciones del nuevo cardenal. Quizá una iglesia nacional sea insustancial aperitivo para su Eminencia, apetezca más suculento bocado y esté llamado a rendir un servicio, si cabe, de mayor nombradía y responsabilidad.
Según cuentan, cualquier creyente, incluso el parroquiano más humilde y anónimo, siempre que sea hombre sin tacha y dechado de cristianas virtudes, es elegible para suceder a Pedro. Pero la costumbre es que el Sumo Pontífice salga de entre los cardenales reunidos en cónclave vaticano. Parecerá una posibilidad remota, pero ahí está, sobre el tapete… ¿Conocerá la Humanidad un Papa catalán en la persona del hoy cardenal Martínez, el nuestro… antes que un Papa negro?


2 comentarios:

Reinhard dijo...

Omite usted, Sr. Tolerencio, un pequeño detalle, que no es baladí, en su glosa, magnífica, por otra parte, de la Eminencia Martínez.Este padre de la patria catalana se ha ganado el fervor de las masas nacionalistas,al manifestarse a favor del cierre de la Cadena Cope,así como del silenciamiento de su buque insignia, el turolense Federico Jiménez Losantos, azote, en ejercicio sin par de igualdad y no discriminación, tanto de moros como de cristianos.Su Eminencia, como otros padres de la patria, tiene apellido español, lo que a mi juicio constituye otro vivo ejemplo de esta especie de "marranería" del siglo XXI reinante en Cataluña. Pero, además, Martínez es ingrato, no en vano la emisora episcopal obtiene, año tras año y merced al citado plumilla/locutor, pingües beneficios que, a buen seguro, revierten en todas las diócesis de España, permitiendo de esta guisa a su Eminencia gozar de notables prebendas que de otra forma difícilmente obtendría, pues no cree uno, malicioso, que las letrillas que suelta los domingos en el diario La Razón le otorguen más calderilla que lo poco que sus fieles dejan en el platillo eclesial. En fin, Sr. Tolerancio, y nunca mejor dicho: Sic transit gloria mundi.

juan lanas dijo...

Datos que ignoraba y que agradezco cumplidamente.

Un saludo cordial.