miércoles, 22 de agosto de 2007

Crónicas gerundenses II- Hospital Trueta


Hace unas fechas Tolerancio acudió al hospital Trueta de Gerona por ingreso de un familiar enfermo. Nada más acceder al mismo se tranquilizó, y de qué manera, al ver que ante la fachada principal ondeaba en el mástil, en solitario, una inmensa bandera catalana. Y se dijo para sus adentros: mi santa madre está en buenas manos.
Muy distinta habría sido la reacción del alcalde de Bilbao, señor Azcuna, del PNV, que a cuento de la llamada guerra de las banderas ha manifestado -tras la última sentencia que insta a las instituciones al cumplimiento de la ley en esa materia, sentencia que, por supuesto, será desobedecida olímpicamente pues el Tribunal Supremo tiene la misma ascendencia sobre la clase política, y sobre los nacionalistas en particular, que el operario que vocea golosinas y refrescos en los espectáculos deportivos- que si por él fuera suprimiría todas las banderas del mundo. Confesión harto difícil de creer habida cuenta que el señor Azcuna es nacionalista y ha sido diagnosticada entre quienes profesan esa suerte de filia sectaria una bizarra perversión denominada vexiloerección que consiste en una desatada excitación sexual que se desencadena al contemplar la bandera objeto de sus amores, en su caso la sabiniana ikurriña.

Una vez en el hospital, y aunque es cierto que una sencilla prueba médica, un ecocardiograma, se demoró 72 horas por la limitada disponibilidad de los cardiólogos, las atenciones al paciente fueron correctísimas. Durante la espera, Tolerancio, que debía mantener una conversación con el equipo de neurólogos acerca de la conveniencia de adoptar una terapia u otra -había que decidir entre la terapia A, administración de una aspirina diaria para estimular la circulación sanguínea de la enferma, o por la terapia B con un medicamento en fase experimental que no comportaba ningún riesgo y que sería la bomba a la vuelta de unos años para paliar la dolencia-, advirtió que un grupo de personas, una paciente que caminaba por el pasillo de la planta sujetando un palitroque con ruedecitas del que pendía una botella de suero que le proporcionaba el sustento por vía parenteral, y dos acompañantes, sostenían una conversación con una de las doctoras.
En efecto, les había extendido un papel, según entendió Tolerancio, que aguardaba turno a una prudente distancia, donde constaba el tratamiento a seguir en adelante, pues el alta médica de la enferma era inminente. La doctora hablaba en castellano en atención al aspecto y procedencia de sus interlocutores: uno de ellos lucía la camiseta verde de la selección mejicana de fútbol. Podría tratarse, pues, de turistas o de residentes aún escasamente familiarizados con nuestra supuesta co-oficialidad lingüística.

El chico de la camiseta mejicana confesó a la doctora al ojear el referido papel que no entendía una palabra, si bien ésta acababa de darle las instrucciones oportunas, las mismas, es de suponer, que figuraban en el documento. La buena voluntad de la doctora estaba fuera de duda a pesar del trajín propio de un hospital público. Le sugirió al chico, atareada como estaba, que -el documento, se entiende- se lo tradujera alguien, a lo que aquél respondió no sin razón que por qué no lo hacía ella misma dado que ella lo había redactado. Tratándose de un asunto de cierta gravedad e importancia como es la hospitalización de un familiar o amigo -desconocemos el vínculo que relacionaba a la paciente con el portavoz del grupo-, confiamos en que el servicio de traductores del hospital Trueta, en caso de existir, solventara el incidente a la mayor brevedad y a satisfacción de los interesados. No sabemos cómo terminó el episodio.

Otro apartado que llamó poderosamente la atención de Tolerancio fue el capítulo llamado dietas de los pacientes. En efecto a mediodía y por la noche, los operarios auxiliares acarrean una suerte de carro industrial con las bandejas encajadas por niveles que contienen las vituallas de los enfermos. Cada uno de esos chismes traslada unas 30 o 40 bandejas. Y cada bandeja lleva un letrerito adherido con un pedacito de celo donde figura el número de habitación -703 A o 715 B, por ejemplo- y una precisa indicación concerniente a cada dieta. Predomina el letrerito con la leyenda normal, pero hay otros que aportan diferentes informaciones de interés para evitar una indeseada y acaso fatal confusión: baja en hidratos de carbono, diabético, celíaco y alguna más. En uno de los carros había dos bandejas con la inscripción musulmán.
La cosa parece que no tiene importancia, y puede que así sea, pues hay cosas de mayor calado en esta vida que no ésa, pero alguna tiene. De entrada, cualquiera puede saber la religión profesada por el paciente pues la bandeja contiene, como hemos dicho, dos indicaciones: habitación-cama, 107-B, y dieta, caracterizada por un dato, aquí religioso, ajeno a la nutrición, que no interesa a nadie y acaso menos al paciente que podría oponer reparos a su divulgación, pues si nadie está obligado a declarar -con arreglo a la Constitución- sus creencias religiosas, quién es la intendencia de un centro hospitalario para hacerlo… de tal suerte que nos proporciona una guía de pacientes que por su fe están sujetos a restricciones o hábitos alimenticios específicos: musulmanes, judíos, comida kosher, budistas vegetarianos o anabaptistas ictívoros si los hubiere.
Por otro lado, admiró a Tolerancio que los musulmanes, aún ingresados, gozaran relativamente de mejor salud que los pacientes bautizados, pues ninguna etiqueta contenía información anexa del tipo musulmana baja en colesterol o musulmana para diabético, ni ninguna otra alusiva a un subgrupo de dieta. Cierto que la proporción de etiquetas con la inscripción musulmán era mucho menor que la predominante y acaso se necesitaría contar más de una docena o una veintena de etiquetas musulmán para observar al fin una incidencia en la amplia y diversa casuística dieta para régimen nutricional específico con variable religiosa.

La posibilidad de ofertar alimentos en un establecimiento hospitalario a todos los pacientes en función de parámetros como el religioso -ya saben: mi religión me prohíbe comer lentejas con chorizo o trabajar más de dos horas al día- denota que la sociedad, a priori, está capacitada para amparar una normal convivencia entre los ciudadanos, con desajustes, sin duda, pero dentro de unos límites tolerables.
Se pregunta Tolerancio si estamos preparados para satisfacer las necesidades en esa materia, por ejemplo, de los bimin- kuskusmin de Papúa-Nueva Guinea, cuya dieta se compone de carne de cerdo -porcinos especímenes asilvestrados que se crían en las tierras altas de West-Sepik, unos cochinos de aires serranos, tan sabrosos acaso como los nuestros- y de carne humana. En efecto, los b-k practican la antropofagia fúnebre o mortuoria, su panza es la mejor sepultura para sus muertos, y la antropofagia ritual para incorporar en provecho de los comensales o comulgantes, según se mire, lo que ellos llaman el finik, el élan vital, el espíritu de sus víctimas sometidas a tormentos ceremoniales.
En un hospital se producen óbitos a menudo, así es la vida, y llegado el caso no costaría tanto darles ese gusto. Seamos prácticos. Siempre, claro es, que los pacientes fallecidos y reciclados, por así decir, para su manutención no contuvieran, es un purparlé, un índice demasiado elevado de colesterol, si es que al bimin-kuskusmin hospitalizado pudiera perjudicarle la ingestión de proteínas animales en esas condiciones. Es curioso que entre todos los animales de la fauna terrestre, su dieta carnívora incluya sólo esas dos puntuales especies. Los b-k no distinguen entre hombres y cerdos, tal y como sucede a los personajes de la fábula orwelliana Rebelión en la granja. Creen, sin duda, en una suerte de identidad sustancial e intercambiable entre una especie y otra. Y a pesar de su rudimentario nivel técnico, y de otras carencias, acaso no anden tan desencaminados a la hora de establecer analogías zoológicas.

1 comentario:

El sofista que fui dijo...

Mexicanos, Tolerancio, mexicanos.