Resulta que la taurina es la señora de Montilla. Al Molt Honorable President de la Generalitat, señor Josep Montilla, no le gustan los toros. Prefiere el fútbol, por eso no acudió a la Monumental el pasado 17 de junio para presenciar la reaparición del idolatrado diestro José Tomás. Prefirió el palco del Nou Estadi de Tarragona donde el Barça dirimía sus posibilidades de proclamarse campeón de liga.
Fue su señora la que ovacionó a los matadores desde el tendido. No sabemos si a los toros llevó o no la minifalda, que fue ésa la canción más pegadiza del verano años ha, cuando el señor Montilla meditaba en silencio su paso del eurocomunismo al eurosocialismo, como ahora medita su servil adhesión al nacionalismo. Siempre en silencio, pues Montilla lo hace todo muy calladamente. Incluso cuando habla, pues parece un muñeco al que separa los labios un ventrílocuo invisible.
Tolerancio, muy discreto taurino, vio a Montilla hará un par de años en La Monumental. Era la Feria de la Mercé y entre otros toreaba Serafín Marín, diestro autóctono nacido con buena disposición para el ruedo porque no hay festejo en que no ruede por la arena del coso embestido o volteado por el morlaco. Aún no era Montilla presidente y, aunque su partido ya había aportado suficientes votos al pleno consistorial para declarar Barcelona ciudad antitaurina por iniciativa de ERC y de los ecosocialistas de ICV de la señora Mayol y de su marido, el ecotorturador Saura, armaba entonces guiños no nacionalistas de cara a la galería..
Es evidente que en la creciente marea antitaurina que nos azota, al margen de consideraciones zoófilas -no las bizarras para los más degenerados- que velan supuestamente por la calidad de vida, que es mucha, de los toros de lidia en la amplia dehesa, y sobre la calidad de su muerte, olvidando a los pollos electrocutados en granjas avícolas en hornadas de varios miles de individuos -que no tienen quien les llore, pío, pío- hay un componente nacionalista que asimila, y se sale con la suya, las corridas de toros con la malhadada España, ese aborrecible engendro histórico. Y por eso hay que marcar distancias con la Fiesta aunque Cataluña haya tenido una secular tradición taurina.
La corrida del 17-J venía precedida de mucha expectación. Era todo un acontecimiento, un pulso que las menguantes mesnadas taurinas pretendían sostener con la Cataluña oficial, y hostil a la Fiesta, diseñada por el nacionalismo desde hace tres décadas y que colisiona frontalmente con la idea de España, ésa u otra que Pepe Rubianes mandaría de su grado al campanario de un bombazo. Y claro, Montilla no podía dejarse ver en compañía de la turba vociferante de gentuza casposa y españoloide que jalea a esos criminales embutidos en llameantes trajes de luces. Pero… por mucho que Montilla se esfuerce en alejarse, en escindirse de sí mismo en una suerte de viaje astral identitario, nunca le perdonarán que sea un converso, un charnego agradecido que ha ensuciado la más alta magistratura que ha de velar por la pureza de la casta.
Montilla, abonado al tendido en otras ocasiones, como un torero malo saltó al burladero para que no le corneara el bravío cornúpeta de la inoportunidad. Como un maletilla entre melindroso y titubeante, incapaz de citar al toro con temple berroqueño y estatuario, de dar un pase, un muletazo, se escondió diciendo a través de su gabinete de prensa que no acudiría al festejo porque en Cataluña no hay verdadera afición y enviando de tapadillo a su señora, añadiendo con una pizca de mala conciencia, que la auténtica aficionada es ella. Que no siendo ya doncella la señora de Montilla, nos recuerda su marido a los atenienses que facturaban anualmente una docena de sus hijas innúbiles rumbo al palacio del rey Minos como tributo impuesto tras una batalla perdida para saciar el voraz apetito del híbrido y cornudo monstruo del laberinto.
A Montilla, que le chiflan los toros, aunque ya no los ve ni desde la barrera, no se le espera en la plaza. Su señora graba en video, nos dicen, todas las corridas para que su maridito se las mire clandestinamente en el saloncito de casa, tomándose un finito, diciendo olé muy bajito a cada capotazo del diestro para no delatarse y que no le descubran los vecinos, ni siquiera los guardaespaldas.
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