lunes, 23 de julio de 2007

Yihadistas, gudaris y cruzados

Ha hecho fortuna la denominación yihadista en la prensa occidental para referirse a los terroristas islámicos. Que es una manera, consciente o no, de revestir a esos fanáticos y sanguinarios criminales de un aura como de clandestino emboscamiento y valentía, un aire de guerrilleros juramentados -todos para uno y uno para todos- no exento de un como brutal heroísmo y desprendimiento porque luchan y se inmolan -e inmolan de paso todo lo que pillan- por una causa investida además, en la hora presente, de antiamericanismo: la yihad o guerra santa… pues si una guerra es santa es sin duda, sobre el papel, preferible a una guerra ilegal, como tantas veces se ha descrito la segunda guerra de Irak que no contó, en un primer momento, con el respaldo de la ONU, ese organismo cuya ecuanimidad causa verdadera y estremecedora admiración, aunque meses más tarde adoptara una resolución para autorizar la permanencia de tropas extranjeras en el país.
El yihadista, en la soledad de la jaima o del apartamento, un modesto cubil, rinde su oración de despedida a Alá, el Todopoderoso, mirando a La Meca, con el kalashnikov en el regazo. Hace sus abluciones ceremoniales, se embebe del rito, le transporta la fe y ya se ve volando hacia el paraíso donde discurren arroyos de leche y miel y las huríes, perfumadas de algalia y opopónace, le recompondrán el cuerpo desmigado a pedacitos por la explosión gracias a las adherentes virtudes de la goma arábiga.

Ellos se consideran yihadistas. Repetirlo en la prensa o en las conversaciones de cafetería es seguirles la corriente y darles la razón. Por esa misma regla de tres habría que llamar gudaris a los terroristas de ETA. Pero nadie, salvo los nacionalistas, es decir, nadie en su sano juicio, tiene bemoles para adoptar esa terminología de manera abierta e indisimulada, ni siquiera hoy cuando se han escenificado tantas galanterías con esos criminales. Si se trata de adoptar el discurso de quienes se producen de manera aberrante, justificándose a sí mismos al describir sus conductas desarregladas, habríamos de llamar, por ejemplo, amantes desbocados a los violadores o incomprendidos admiradores del universo infantil a los pederastas.

Uno se pregunta qué tratamiento darían los medios de comunicación a los integrantes de una hipotética organización terrorista partidaria de una suerte de ultramontano integrismo católico, anteconciliar, sazonado de un furibundo ideario de ultraderecha, que reclamara para sí -y para sus bombazos y ametrallamientos- la condición de genuinos depositarios de la fe cristiana y se intitularan herederos del legendario espíritu de los cruzados que en la Edad Media pretendieron rescatar Tierra Santa para la cristiandad, dirían en sus comunicados, de las infieles garras de Saladino. ¿Les designarían, conforme a su deseo expreso, con el término cruzados o simple y llanamente les llamarían terroristas, esto es, sin reproducir en un involuntario acto penetrado de cierta propaganda inconsciente, su propia y exculpatoria terminología?

Está claro. Y además a nadie se le ocurriría, con semejantes interlocutores, fastidiarnos con rimbombantes y hueras invocaciones al diálogo o a la patochada ésa de la alianza civilizatoria, ni mamarrachadas por el estilo. Si no todos los muertos valen lo mismo, tampoco sus asesinos: los hay mejores y peores. Esto no lo decimos nosotros, lo sugiere a veces la prensa.

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