Tolerancio, como todos los domingos, se dirigió al quiosco de prensa situado en una placita próxima a su domicilio. Es una plaza de barrio, como de pueblecito, alejada de las calles céntricas, donde uno puede encontrar una farmacia, una floristería, una pescadería y, cómo no, una sucursal de La Caixa. Le acompañaba su señora para tomar un café y dar un paseo. Tolerancio echó mano del diario El Mundo, edición del 22/04/07. Esa elección no pasó inadvertida a un señor que tenía a su espalda y que se decidió por otras publicaciones, agarrando tres periódicos distintos, dispuesto sin duda a pasar todo el día ojeando la prensa diaria.
Pero… Tolerancio percibió que ese señor, como en una letanía a media voz, decía algo. Era como un bisbiseo y se lo decía al oído, acaso para que nadie oyera sus… palabras infamantes. En efecto, ese hombre le estaba insultando. Tolerancio lo percibió nítidamente después de unos instantes, unas décimas de segundo de confusión. Le llamó fill de puta y también le propuso un paseo distinto al inicialmente proyectado en compañía de su señora: au, “ves” a la merda, fatxa, le dijo con disimulo entre otras lindezas.
Tolerancio, sin saber cómo reaccionar o encajar semejante ofensa, se limitó a abonar el diario a la quiosquera esbozando una sonrisa mientras el deslenguado vecino aguardaba su turno. En ese momento la señora de Tolerancio, ajena a la escena, agarró una revista de escuchetes, licencia que casi nunca se permite, y la trasladó a su amante esposo para rendir cuentas puntualmente ante la regenta del establecimiento. La adquisición de semejante artículo reforzó el desprecio del vecino que, indignado ante el nuevo hábito de lectura desvelado por la pareja objeto de su inquina, frunció el ceño y añadió un apenas audible: guaita, aquests cabrons.
Fue una suerte de paralizante efecto sorpresa. Tolerancio no pensó siquiera en girarse y soltarle una fresca o un manotazo a ese energúmeno. Acaso no habría sido capaz. Necesitaba cerciorarse de que le estaba faltando al respeto por causa de la elección de un diario. No quería sacar una conclusión precipitada y meter la pata. Quería averiguar a ciencia cierta que era eso precisamente lo que le molestaba al cívico lector de prensa dominical, que Tolerancio optase por una publicación diferente a aquellas otras de su agrado.
A los pocos segundos, Tolerancio comentó el incidente con su señora y ésta admitió que le había sorprendido la conducta de un tipo que decía algo para ella ininteligible en el momento en que le tendió la revista de chismes. Pero no pudo captar sus palabras tan cuidadosamente emitidas, casi sin mover los labios, como lo haría un ventrílocuo profesional.
Cualquier día coincidirán de nuevo en el quiosco o en otro lugar y quizá se repita la escena. Los comisarios han salido a la calle y no admiten deslices a la parroquia. Están dispuestos a desempeñar sus funciones sin careta y a plena luz del día, ejercitándose en sus tareas intimidatorias de acoso y control. Parece que quieren echar un órdago y poner toda la carne en el asador. Bien, pues habremos de darles trabajo. Que suden la camiseta.
Pero… Tolerancio percibió que ese señor, como en una letanía a media voz, decía algo. Era como un bisbiseo y se lo decía al oído, acaso para que nadie oyera sus… palabras infamantes. En efecto, ese hombre le estaba insultando. Tolerancio lo percibió nítidamente después de unos instantes, unas décimas de segundo de confusión. Le llamó fill de puta y también le propuso un paseo distinto al inicialmente proyectado en compañía de su señora: au, “ves” a la merda, fatxa, le dijo con disimulo entre otras lindezas.
Tolerancio, sin saber cómo reaccionar o encajar semejante ofensa, se limitó a abonar el diario a la quiosquera esbozando una sonrisa mientras el deslenguado vecino aguardaba su turno. En ese momento la señora de Tolerancio, ajena a la escena, agarró una revista de escuchetes, licencia que casi nunca se permite, y la trasladó a su amante esposo para rendir cuentas puntualmente ante la regenta del establecimiento. La adquisición de semejante artículo reforzó el desprecio del vecino que, indignado ante el nuevo hábito de lectura desvelado por la pareja objeto de su inquina, frunció el ceño y añadió un apenas audible: guaita, aquests cabrons.
Fue una suerte de paralizante efecto sorpresa. Tolerancio no pensó siquiera en girarse y soltarle una fresca o un manotazo a ese energúmeno. Acaso no habría sido capaz. Necesitaba cerciorarse de que le estaba faltando al respeto por causa de la elección de un diario. No quería sacar una conclusión precipitada y meter la pata. Quería averiguar a ciencia cierta que era eso precisamente lo que le molestaba al cívico lector de prensa dominical, que Tolerancio optase por una publicación diferente a aquellas otras de su agrado.
A los pocos segundos, Tolerancio comentó el incidente con su señora y ésta admitió que le había sorprendido la conducta de un tipo que decía algo para ella ininteligible en el momento en que le tendió la revista de chismes. Pero no pudo captar sus palabras tan cuidadosamente emitidas, casi sin mover los labios, como lo haría un ventrílocuo profesional.
Cualquier día coincidirán de nuevo en el quiosco o en otro lugar y quizá se repita la escena. Los comisarios han salido a la calle y no admiten deslices a la parroquia. Están dispuestos a desempeñar sus funciones sin careta y a plena luz del día, ejercitándose en sus tareas intimidatorias de acoso y control. Parece que quieren echar un órdago y poner toda la carne en el asador. Bien, pues habremos de darles trabajo. Que suden la camiseta.