La respuesta es bien sencilla. Se lo bebió Zapatero. Todo. En efecto, hemos sabido, según se dice en los mentideros de la corte y villa, que el presidente del gobierno, durante una recepción protocolaria, confesó en un aparte a un personaje político de gran relevancia, dicen que a una presidenta de una comunidad autónoma, que él estaba allí -se refería a la cima del poder- para transformar el mundo. Ni más ni menos.
Nadie pone en duda que el presidente Zapatero esté capacitado para acometer las más altas y a un tiempo arriesgadas misiones. Que pocos mortales pueden contender con su amplitud de miras. Que su sapiencia infusa trasciende los estrechos límites de la común inteligencia humana. Que el mundo, el universo todo, hasta las más apartadas galaxias, caben en su cabeza y que acompasa sus ritmos vitales a los cadenciosos movimientos de las esferas celestes. Hay, incluso, quien sostiene que Zapatero es un nuevo avatar del príncipe Sidharta.
Pero nada dijo de esa radical transformación del mundo durante el debate de investidura. Y nos habría gustado saberlo, pues el presidente electo y su gabinete ministerial gestionan el dinero de los contribuyentes. De modo que en el programa electoral habría de figurar el primero de todos, por su aparente y grandilocuente trascendencia, el punto llamado de la transformación del mundo para que la ciudadanía pueda hacerse una cabal idea de las verdaderas prioridades y de los proyectos de aquellos llamados a desempeñar funciones de gobierno. Y a continuación, quizá, habrían de figurar otros aspectos secundarios, minucias como la estabilidad en el empleo, el acceso a una vivienda justipreciada, la seguridad ciudadana, la deseable mejora de la atención sanitaria y de la educación, una política exterior coherente y responsable, la lucha anti-terrorista o la vertebración territorial del Estado. Fruslerías, es cierto, ante tan ambiciosa declaración de principios.
En realidad a Tolerancio tan elevados propósitos le ponen en guardia, miau, pues esas mentes privilegiadas que sueñan con utopías y pretenden transformar el mundo, normalmente al precio de transformar a los hombres, le inspiran, no desconfianza, sino terror. A Tolerancio le basta con más modestos objetivos. Con que los gobernantes de turno no roben mucho y no metan continuamente la pata hasta el corvejón se da por satisfecho, pues es de muy buen conformar.
Cuando Pol Pot, siendo mozo aún, acudía a las aulas de la Sorbona y departía con sus condiscípulos alrededor de unas cervecitas, mirando de reojo el trasero de aquella estudiante garbosa que tomaba asiento en la tercera fila, e imaginaba un mundo mejor, no sospechaba aún que acabaría metiéndole un tiro en la nuca a miles de sus paisanos por atroces delitos como llevar lentes o tener una bicicleta. Afortunadamente entre ambos personajes media un abismo que inhabilita la comparación y aquí la alusión al líder de los jemeres rojos es una mera exageración y por ello inapropiada.
Cuando algunos de esos utopistas descubren que no hay manera de moldear a su gusto esa masa informe de vicios y empecinada en el error que es el ser humano -ese saco de vísceras locas por pudrirse, como atinadamente describió Céline a la estirpe humana- optan directamente por la eliminación de sectores enteros de la población. Para qué estrujarse las meninges. A la par que proporcionan una tabla de ejercicios gimnásticos a la maquinaria burocrática. Se necesitan funcionarios y dependencias para detener a los sospechosos de innombrables crímenes -siendo el peor de todos no haber interpretado adecuada y obedientemente esos salvíficos deseos de redención para la humanidad en pleno promovidos por sus líderes providentes-. Y hay que trasladar a esa ingrata y refractaria gentuza que no se deja salvar por una tupida red de comunicaciones, alojarla en campamentos, galones de combustible, municiones a capazos, además de ejecutar y enterrar sin descanso, en plan stajanovista. Es un no parar.
¿Qué fue del vino que quiso prohibir la ministro/a de Sanidad? Que se lo bebió todo Zapatero poco antes de descubrir que había sido llamado por la providencia para transformar el mundo.
Nadie pone en duda que el presidente Zapatero esté capacitado para acometer las más altas y a un tiempo arriesgadas misiones. Que pocos mortales pueden contender con su amplitud de miras. Que su sapiencia infusa trasciende los estrechos límites de la común inteligencia humana. Que el mundo, el universo todo, hasta las más apartadas galaxias, caben en su cabeza y que acompasa sus ritmos vitales a los cadenciosos movimientos de las esferas celestes. Hay, incluso, quien sostiene que Zapatero es un nuevo avatar del príncipe Sidharta.
Pero nada dijo de esa radical transformación del mundo durante el debate de investidura. Y nos habría gustado saberlo, pues el presidente electo y su gabinete ministerial gestionan el dinero de los contribuyentes. De modo que en el programa electoral habría de figurar el primero de todos, por su aparente y grandilocuente trascendencia, el punto llamado de la transformación del mundo para que la ciudadanía pueda hacerse una cabal idea de las verdaderas prioridades y de los proyectos de aquellos llamados a desempeñar funciones de gobierno. Y a continuación, quizá, habrían de figurar otros aspectos secundarios, minucias como la estabilidad en el empleo, el acceso a una vivienda justipreciada, la seguridad ciudadana, la deseable mejora de la atención sanitaria y de la educación, una política exterior coherente y responsable, la lucha anti-terrorista o la vertebración territorial del Estado. Fruslerías, es cierto, ante tan ambiciosa declaración de principios.
En realidad a Tolerancio tan elevados propósitos le ponen en guardia, miau, pues esas mentes privilegiadas que sueñan con utopías y pretenden transformar el mundo, normalmente al precio de transformar a los hombres, le inspiran, no desconfianza, sino terror. A Tolerancio le basta con más modestos objetivos. Con que los gobernantes de turno no roben mucho y no metan continuamente la pata hasta el corvejón se da por satisfecho, pues es de muy buen conformar.
Cuando Pol Pot, siendo mozo aún, acudía a las aulas de la Sorbona y departía con sus condiscípulos alrededor de unas cervecitas, mirando de reojo el trasero de aquella estudiante garbosa que tomaba asiento en la tercera fila, e imaginaba un mundo mejor, no sospechaba aún que acabaría metiéndole un tiro en la nuca a miles de sus paisanos por atroces delitos como llevar lentes o tener una bicicleta. Afortunadamente entre ambos personajes media un abismo que inhabilita la comparación y aquí la alusión al líder de los jemeres rojos es una mera exageración y por ello inapropiada.
Cuando algunos de esos utopistas descubren que no hay manera de moldear a su gusto esa masa informe de vicios y empecinada en el error que es el ser humano -ese saco de vísceras locas por pudrirse, como atinadamente describió Céline a la estirpe humana- optan directamente por la eliminación de sectores enteros de la población. Para qué estrujarse las meninges. A la par que proporcionan una tabla de ejercicios gimnásticos a la maquinaria burocrática. Se necesitan funcionarios y dependencias para detener a los sospechosos de innombrables crímenes -siendo el peor de todos no haber interpretado adecuada y obedientemente esos salvíficos deseos de redención para la humanidad en pleno promovidos por sus líderes providentes-. Y hay que trasladar a esa ingrata y refractaria gentuza que no se deja salvar por una tupida red de comunicaciones, alojarla en campamentos, galones de combustible, municiones a capazos, además de ejecutar y enterrar sin descanso, en plan stajanovista. Es un no parar.
¿Qué fue del vino que quiso prohibir la ministro/a de Sanidad? Que se lo bebió todo Zapatero poco antes de descubrir que había sido llamado por la providencia para transformar el mundo.
Fe de errores.- En la bitácora anterior se cita erróneamente al vocal del CGPJ que acudió el pasado martes al programa de la idolatrada Mónica Terribas. No se trata de López Aniol sino de López Tena. Es obligado rectificar pues al magistrado le cabe el honor discutible de proponer, en una disparatada reflexión, mayores dosis de nacionalismo para recuperar el protagonismo perdido por Cataluña en el ámbito económico durante los últimos 30 años. Lo que demuestra que las titulaciones académicas y el desempeño de elevadas misiones no libran a nadie de sufrir una crisis de momentánea aunque fulminante estupidez.
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