viernes, 2 de febrero de 2007

El borriquillo de Pujol

Todos prestamos atención veneranda a don Jordi Pujol cuando pide la palabra. No en vano ha sido Molt Honorable durante algo más de dos décadas. Padre de la patria, preclara autoridad investida del don pontificio de la infalibilidad y dechado sin tacha de las humanas virtudes. Su palabra luminosa hiende las tinieblas y nos muestra el camino a seguir, como el profeta que guía los pasos del pueblo exódico a través del desierto en pos de la plena realización nacional.
A Pujol no le gusta el burrito catalán. Lo dijo en una conferencia. Considera que tan difundido icono es una broma, simpática, pero una broma al cabo que nada aporta a la conciencia patria en permanente construcción y vigilante estado de alerta. Que no pasa de ser una mera chanza y que no habría de promover una identificación simbólica tan vehemente en un considerable segmento de la población nativa.

El alumbramiento comercial del pollino revela que el nacionalismo acude al trapo siempre, sin demora, sin descanso, como un toro de lidia en el albero a la adornada cita del diestro. Que hace acto de presencia, compite en todos los ámbitos de la vida y en toda ocasión manifiesta su voz, o su rebuzno. A modo de los tótems tribales, el hecho diferencial puede expresarse mediante el concurso de un emblema zoológico extraído de la fauna autóctona. E ideólogos y publicistas juramentados de la patria ofertan su propia versión nacional. Si el toro de Osborne, que nació como un reclamo meramente publicitario, incrementa su campo semántico y deviene para algunos espontánea expresión de la españolidad, se contraataca con un animal diferencial que represente los sentimientos del irredentismo catalán y nos desagregue del consenso, en este caso de la pell de brau.
El asno, que sepamos, nada tiene de significado trasunto de una mitofauna localista, en este caso la catalana, más que en Calabria o en las agrícolas llanuras de Panonia, donde también hay burritos. Que integre con especial protagonismo nuestro bestiario o que los catalanes hayan cultivado tradicionalmente una filia desaforada por ese entrañable cuadrúpedo mayor que por el ganado ovino o por los mustélidos boscícolas. Pero había que ofertar un producto distinto en un supuesto mercado de alegorías zoológicas nacionales y el nacionalismo catalán, al quite, inasequible al desaliento, tomándose la inocua cuestión como un desafío, lo ha hecho. Y como el clan de los tupí-kawaíb que rinde culto a sus ancestros transubstanciados en el tucán de pico amarillo o los papúos bimin-kuskusmin en el pangolín, el catalanismo ha dado en el clavo con el descriptivo emblema del burrito.

A menudo odiamos lo que nos recuerda demasiado a nosotros mismos Es una ley antropológica. Será porque el burrito es la metáfora perfecta del nacionalismo por su tozudez, resistencia e impermeabilidad a la lógica. La elección del asno denota que el nacionalismo está más allá o más acá de la razón, pues todos sabemos por obra y gracia del refranero y del folclore que el burrito es también analogía de ignorancia e inocencia, de incontaminación por el pensamiento racional con sus enrevesados y civilizados sofismas. Es un noble bruto y subidos a su lomo, tras hacerle un reset a nuestro cerebro, reingresamos plácidamente en el añorado estado del adanismo primigenio.
Pujol sabe que el nacionalismo puede ser objeto de mofa y befa por recurrir a ese icono de tan evidentes connotaciones. Pero que quede tranquilo, los no nacionalistas no sabemos sacar provecho de los filones que nos sirven en bandeja de plata para propiciar identificaciones hirientes e hilarantes. En ese caso, el burrito nos define a los no nacionalistas tanto como a los nacionalistas por incapacidad táctica o estratégica al pretender que la lógica, el afán didáctico y una historiografía sustraída a la tergiversación sistemática son instrumentos suficientes para, sino derrotar al nacionalismo, sí desactivarlo, convirtiéndolo en una extravagancia testimonial. En un anacronismo, en una anécdota risible. Craso error, pues el nacionalismo es inmune al juicio crítico. Un día lo aprenderemos, pero será demasiado tarde. Por eso el burrito es un icono inmejorable pues retrata a unos con enorme rigor y precisión y advierte a otros de sus carencias. Es pues el burrito un retrato acaso artificioso pero hiperrealista del colectivo. Hasta otra… i-ahhh!

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