A la ministra Salgado no le gusta el vino. Y a quien no le gusta el vino, como dice la canción, es un animal. Esta ministra es un poco antipática y desabrida. Es la Juana de Arco de la vida sana y tediosa y sin una caloría de más. Esta huesuda y huraña dama de Lorena pide a gritos correrse una juerguecita de aúpa y dejar a la gente en paz por una temporada. Unas bitácoras atrás propusimos llenar un Boeing rumbo a las Quimbambas, sin billete de regreso, fletado por Air-Madrid. Olvidamos incluir a la ministra Salgado en la lista de pasajeros.
Primero apuntó al tabaco, con muy malos humos, imponiendo una ley en exceso restrictiva, pero sin dejar de gravar con fuertes impuestos cada cajetilla. Impuestos que dan, como todo el mundo sabe aunque nadie lo diga, para costear holgadamente la factura sanitaria de las patologías derivadas del tabaquismo, amén de las pensiones que dejan de percibir los adictos al tener una esperanza de vida menor, unos 5 años, que el resto de los mortales -es decir, la bonita suma de 5 x 14 = 70 pensiones por barba (hay bromistas que sostienen que la única posibilidad de salvar a medio plazo el fondo de pensiones es incentivar a destajo el consumo de tabaco para que los pensionistas la palmen cuanto antes como por altruismo, con su pitillo de picadura pegado a los labios, rindiendo su alma en una bocanada de humo)-.
Luego puso en la diana las hamburguesas tamaño extra de algunos establecimientos de comida rápida bajo franquicia de firmas americanas. Concedamos que ese producto alimenticio es de una calidad discutible, pero la medida es una melonada prohibicionista fácilmente eludible pues, cierto que esa masa de carne picada puede retirarse del mercado en el formato XL, pero aquel tragaldabas encantado de transgredir los recomendados índices de colesterol puede atiborrarse del producto proscrito dándole el pasaporte de una sentada a 3 o 4 hamburguesas de menor tamaño y peso en báscula y eso no está prohibido. No verán a Tolerancio zampándose una de esas hamburguesas a dos carrillos, pero anda uno tentado de pasar a la clandestinidad para darle un mordisco en un rincón oscuro con nocturnidad y alevosía.
Pero lo que vale para las hamburguesas habría de regir también para los pasteles, es un purparlé, y otros alimentos que en cantidades excesivas son perjudiciales para la salud. ¿Por qué han de ser tan grandes los pasteles en los escaparates de las confiterías? ¿Cómo sabe la ministra si la bandeja de merengues o de lionesas que me llevo a casa me la frumelo yo solito o la comparto con familiares y vecinos? ¿Por qué no emprenderla con los dulces y legislar sobre su venta al público obligando a comercializar racioncitas individuales? Bien entendido que hecha la ley, hecha la trampa, podría llevarme a casa una docena de esas raciones single y darme un indigesto atracón en la intimidad de mi domicilio.
Hay quien dice que el ataque al vino, además de un nuevo rapto de mala uva de la ministra, cruzada y heroína de la liga abstemia y prohibicionista, es un torpedo encubierto contra la línea de flotación de la santa misa, donde el vino sacrificial se transubstancia en la sangre de Cristo. Que es una triquiñuela más para hacer rabiar de lo lindo a los católicos. Y obligarles a modificar liturgia y ritual trocando en el cáliz el vino consagrado por zarzaparrilla. En todo caso, con el vino bajo sospecha, son muchas las cosas que pasarían a integrar una interminable lista negra: canciones, películas, óperas, poemas, obras de teatro y un sinfín de cosas más sobre las que habríamos de tender el opaco velo del olvido por citar reiteradamente y con descaro ese veneno fermentado en la bodega y hacer publicidad y apología de un producto maldito y gravemente dañino para los consumidores.
E incluso habrían de revisarse episodios de la historia, empezando por la sagrada. Como el milagro de Cristo en la boda cananea. Se trataría en adelante de recorrer el camino inverso en los banquetes nupciales, donde ya no puede uno paladear un cigarro habano a la salud de los contrayentes, y convertir el vino en agua, aunque nacionalicen los manantiales. Odón Elorza ya no podrá brindar con vino espumoso al próximo anuncio de intermitente tregua etarra y habrá de conformarse con un botellín de agua mineral. Eso sí, para celebrar cualquier buena noticia podremos meternos un fije de heroína por vía parenteral o esnifar unas rayitas de farlopa, pero de buen rollito, si hacemos caso de las ocurrencias de Joan Saura, que es un verdadero e inagotable hontanar de lúcidas reflexiones.
Si un buen día le da por recitar los versos inmortales de Las flores del mal, pongamos por caso del poema El vino del solitario que del vino dice que nos vuelve triunfales y a dioses semejantes… ¿Le saltarán encima unos agentes camuflados tras un árbol para imponerle una multa? ¿Y qué pasará con la parte des anges, que es como en Francia llaman al coñac que se evapora de las barricas de roble? ¿Veremos a la ministra saltando de nube en nube en pos de esos gordezuelos y simpáticos angelotes que baten sus alones que es un contento mientras tañen el arpa, con la nariz colorada por culpa de esos transgresores buchitos?
Es la hora del ángelus. Tolerancio se va a tomar unos vinitos.
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