viernes, 9 de marzo de 2007

Banderas de nuestros drivers


Hace unos días Tolerancio llevó a reparar su ordenador a un establecimiento sito en la calle de Tamarit. Allí recibió doctas y ponderadas explicaciones. El paciente fue tratado con mimo exquisito en presencia de su propietario. La cordialidad del regente del local fue encomiable y Tolerancio salió de allí persuadido de la bondad, aptitud, pericia y diligencia de las probas manos a las que confió el cibernético chisme. Salió, en efecto, tranquilo, reconfortado. Y esa tranquilidad se la infundió en parte una enorme bandera de Cataluña acoplada a un mástil de pie que presidía las dependencias del espacioso comercio.

A Tolerancio le sorprendió la presencia del más amado de los símbolos patrios en un lugar, sin duda respetabilísimo, pero acaso poco apropiado para tan fastuoso estandarte. E imbuido del debido respeto que las personas como él, observantes de la herencia espiritual recibida de nuestros ancestros, profesan a la cuatribarrada bandera, se detuvo ante la misma en meditabundo silencio, luego se cuadró dando un taconazo e inclinó la cabeza de un golpe seco con grave riesgo para sus cervicales, faltando muy poco para besarla con unción, arrebatado de un amor desmedido, sacudido por ligeras convulsiones de naturaleza extática similar a los vibrátiles arrobamientos de uso común entre los místicos. El regente del comercio era, pues, hombre de orden y de probada honestidad. Quién ama su bandera ama a su madre, y, por añadidura, a su tía segunda Gertrudis residente en Pernambuco, si la tuviere.

Pero a poco que se estrujó el magín, entendió Tolerancio por qué estaba allí la sagrada bandera. Sin duda los benéficos efectos que se desprenden del cromatismo del trozo de tela, investido de un poder taumatúrgico excepcional, operan una reparadora puesta a punto sobre placas, procesadores, clavijas, motor de arranque, circuitos, enchufes, cableado, tornillería, ventilador y toda suerte de minúsculas piezas que configuran las entrañas de la compleja maquinaria. Y esos componentes, mecidos todos a una, arrullados por las cadencias acompasadas que se trasladan de la bandera a las moléculas de oxígeno ambientales y danzan armoniosamente con los fotones de luz, encajan, se articulan entre sí de modo sublime y funcionan al fin concertadamente componiendo un remedo cibernético de la suavecísima y eufónica sinfonía de las esferas celestes que interpretan esos angelotes que tañen arpas y cítaras sobre el gosipino regazo de una nube, que es la música de cámara grata a los divinales oídos del Sumo Hacedor. Gracias a la bandera, el ordenador, es al fin ordenado.

En numerosas ocasiones Tolerancio ha propuesto organizar un concurso fotográfico y una posterior exposición (física o virtual a través de una página web) cuyo busilis sea la captación de instantáneas callejeras con la presencia, a guisa de modelo y protagonista, de la bandera patria en contextos inverosímiles.
La finalidad desde luego sería embromante, pues Tolerancio sostiene que siendo el nacionalismo impermeable a la razón y a todo discurso lógico, no cabe más argumento para combatir su hegemonía que la parodia, la burla, mejor si es inteligente, pues será la única manera de evitar su asfixiante dominio, que no su existencia, pues siempre habrá almas prontas a caer rendidas bajo su hipnótica fascinación al proveer el nacionalismo a sus fieles una identidad de fácil asimilación, que requiere un ínfimo esfuerzo analítico e intelectual -ya saben: anda, si soy feo y tonto de baba, pero qué más da todo eso si soy catalán/sueco/galés/español o mongol (de Mongolia)-.
Conviene, en opinión de Tolerancio, surtir de referencias culturales y artísticas tangibles a la parroquia no nacionalista para superar el ámbito, a veces latoso y limitado, de conferencias -para insomnes recomendamos un bono-charla de 10 conferencias seguidas, a degüello, sin descanso, de Gabriel Jackson, que es sin duda un gran historiador pero un ponente aburrido como no hay dos- y presentación de libros afines. Pero al no nacionalismo le cuesta salir de unas coordenadas en exceso académicas. Los no nacionalistas, en líneas generales, lejos de un aula donde se imparte una lección magistral son como vampiros que expuestos a la luz solar se consumen en un santiamén… salvo muy honrosas excepciones como el activismo de la Asociación por la Tolerancia que, entre otras cosas, organiza anualmente un meritorio ciclo de cine.

Por supuesto que nadie hizo caso de semejante propuesta pues su promotor goza de nula credibilidad. Pero si un día se pusiera en solfa esa suerte de safari fotográfico, y aunque aportaran otros concursantes fotos de banderas patrias como decorativo ornato de servilleteros en cafeterías -las ha visto un servidor-, de sacos de cascotes para demoliciones de fincas urbanas -también-, como aderezos de pasteles en las confiterías o cintas para atar envases plastificados de almendras garrapiñadas en los quioscos de los parques… el primer premio se lo llevaría la foto de Tolerancio tomada de ocultis en un comercio de reparación de ordenadores.

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