La vida de los otros es el título de una película alemana premiada en esta edición de la gala de los oscar. Es una película magnífica y recomendabilísima. Aborda el espinoso asunto de la infiltración del aparato del Estado de la antigua RDA -la de las tres mentiras pues no era ni R, ni D, ni A- en la vida cotidiana de los ciudadanos, o mejor, de los súbditos, mediante la tupida red de agentes y confidentes de la Stasi.
El espectador abandona la sala preguntándose ¿Cómo sería la vida bajo la asfixiante tutela de un régimen como ése, sometido a la estrecha vigilancia de una suerte de ubicuo Gran Hermano orwelliano, una superconciencia en permanente estado de alerta y cuyos tentáculos alcanzan todos los rincones? La respuesta se impone: sería una vida mezquina, carcomida por la ansiedad, el engaño, la simulación y la desconfianza. Con todo, siempre deseamos vivir, nos aferramos a la vida incluso en las condiciones más adversas y también en aquellas situaciones de libertad restringida hasta extremos inconcebibles, tal y como sucede a los personajes de esta historia.
La película es sobria y contenida a pesar del horror que inspira. El protagonista es un agente de la Stasi. Tiene una misión a cumplir: no dejar ni a sol ni a sombra a una pareja de amantes y estar al corriente de cada uno de sus actos en la intimidad de su domicilio, y no por ser sospechosos de nada -gozan hasta entonces del favor del régimen- sino por si pudieran llegar a serlo. La excusa del operativo no es otra que la pasión que la chica, una prestigiosa actriz, despierta en un ministro que pretende enseñarle en un vis à vis las bondades sin cuento del socialismo.
Ni un detalle escapa al celoso agente que lleva una vida gris, triste, solitaria. Pero se produce una creciente empatía y poco a poco se decanta por sus víctimas y por esos ámbitos de libertad por los que pugnan en medio de un entorno hostil. Las observa desde su escondrijo con las lentes de aumento de un mirmicólogo que huronea en las galerías subterráneas de un hormiguero. Y todo eso sin una sola bofetada, sin una sola secuencia de violencia explícita.
No obstante, como cada cual percibe las cosas con arreglo a sus circunstancias y procura encajar esos datos en las retículas más o menos espaciosas y flexibles de su cosmovisión, no puede por menos que establecer ciertos paralelismos, acaso forzados, pero inevitables, entre lo que ve y lo que vive. Y hay ciertas analogías, a pesar de la distancia existente entre la situación descrita por la cinta y la realidad vivida por el espectador. Por un lado tiene ante sí un sistema político que ejerce su dominio sobre el común de los mortales, sometidos a unas estrictas reglas de obligado cumplimiento y de las que no pueden apartarse del guión bajo amenaza de caer en el ostracismo y ser confinados a la periferia del sistema. ¿Les suena?
Los protagonistas son gente de teatro. Viven horas felices, horas de éxito, pero para disfrutar del triunfo hay que pagar un peaje. Cuando despiertan las conciencias y se activa el mecanismo de la rebeldía surge un conflicto que habrá de enfrentarles con el poder… que decide en todo momento quién representa obras, quién las dirige y quién las interpreta, además de recomendar formato y contenido con arreglo a los gustos y preferencias de la jerarquía dominante. Si no obedecen a los comisarios que pululan entre bastidores se acabaron al unísono aplausos y dramaturgia. Así son las cosas. ¿No les resulta familiar esa cantinela?
Es cierto que aquí no se precisan micrófonos -el cableado de un apartamento entero- ni confidentes rebuscando entre los desperdicios para dar con la prueba acusatoria, pero los mecanismos sancionadores los conocemos todos. La detención por deslealtad al régimen equivale en nuestro contexto a la no concesión de la subvención de turno. Apuntadores los hay en ambos escenarios y tienen la sartén por el mango. Y si no te gusta el guión te suicidas. Si ven la película sabrán por qué.
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