Una de las cosas buenas que tiene el himno español, la Marcha Real, es que no tiene letra. Pero parece que personas y colectivos diversos se conjuran estos días para que deje de ser así y darle un disgusto de aúpa a Tolerancio. ¿Qué necesidad teníamos de ahondar en el ámbito simbólico cuando lo que le sobra a España es el exceso de culto al simbolismo, cierto que en aquellas zonas donde el nacionalismo identitario campa por sus fueros y asume cada vez mayores cuotas de poder gracias a la claudicación o a la complicidad activa de los partidos mayoritarios?... Curioso. El zote de Tolerancio no sabe cómo interpretar esa noticia precisamente cuando la idea de España se ha vaciado de contenido en las últimas décadas y está en el desguace, a punto de ser desballestada por obra y gracia de la llamada Segunda Transición emprendida voluntariosamente por el gabinete ZP y su cohorte de medios y pensadores afines.
Uno de los motivos de esa repentina necesidad, tal y como lo explica la prensa, es la sensación como de impotencia o de soledad protocolaria que aturde a nuestros más laureados deportistas al competir en torneos internacionales. Ven como otros atletas cantan su himno y les entra pelusa. Acaso les da denteras que sus rivales canten algo, aunque sea un himno, razón por la que los nuestros quieren un himno con letra por cantar algo. Si esa fuera la verdadera causa de su enfado bastaría con que cantaran en lo alto del podio Asturias, patria querida o El vino que tiene Asunción.
Los himnos, como las armas, a veces los compone el diablo. No hay más que revisar las letras de algunos. Como todo lo que exacerba los sentimientos patrios, muchos himnos contienen párrafos o versos de dudoso gusto aún tratándose de supuestos episodios históricos que hay que asumir, qué remedio, y situarlos, con la perspectiva del tiempo, en su justo término y en su ámbito apropiado que es entre las cubiertas de un libro. Las naciones se forjan, en muchos casos, por oposición a otras a través de combates y degollinas, y los himnos no son ajenos a esos sangrientos hitos fundacionales. Lo dicho se aprecia a las mil maravillas en este fragmento del belicoso himno nacional de Carpatia -país de la convulsa Europa danubiana, desconocido para la mayoría y tan chiquitujo que ni siquiera sale en los mapas- y que transcribimos a continuación:
En las llanuras panonias,
Ljudevit Possavski, el inmortal,
Atusó su mostacho cárpata,
Como de foca ártica,
Blandió su espada
Y atizó a su rival,
El vil bordurio,
Esbirro del otomano sultán…
Hoy, afortunadamente, carecería de sentido aportar al himno una letra de esa catadura. Bien entendido que disparate mayor es procurarle una al himno que no la tuvo jamás. Pero nos amenazan con urdir una letra y nos aterra tanto como la que exalte un suceso glorioso modelado a cañonazo limpio, una, conforme a los tiempos que corren, proclive a la ñoñería y da miedo pensar en un apaño dulzón y gazmoño del gusto, por ejemplo, de los ingenieros monclovitas de la paz seráfica y universal, tan fifí y cursi que empalaga y tira de espaldas, o que atienda o incorpore las exigencias de la alianza civilizatoria u otros valores universales como la lucha contra el cambio climático.
Cuando nos hablan de himnos todos pensamos en mitos, en leyendas, en hechos épicos, aunque distorsionados, porque ese es el registro poético, himnódico, que en las horas de su alumbramiento reclaman las naciones. Un himno sin hoces golpeadoras, sin guillotinas que cercenen cabezas de un tajo, sin soldados caídos en combate o sin un escuadrón de caballería aguantando las descargas de la fusilería enemiga, parece que no es un himno.
A Tolerancio le fastidia que le pongan letra al himno, entre otras cosas porque corren malos tiempos para la lírica y habrá que santiguarse para que la letra no sea una milonga insufrible, una bobada descomunal que nos deje fríos o nos provoque una carcajada por culpa de un texto previsiblemente ridículo e infumable. A más de uno se le escapará la risa por lo bajini cuando toque cantarlo o tendrá que mover los labios como en el gag de un ventrílocuo para aparentar que se sabe la letra.
Uno de los motivos de esa repentina necesidad, tal y como lo explica la prensa, es la sensación como de impotencia o de soledad protocolaria que aturde a nuestros más laureados deportistas al competir en torneos internacionales. Ven como otros atletas cantan su himno y les entra pelusa. Acaso les da denteras que sus rivales canten algo, aunque sea un himno, razón por la que los nuestros quieren un himno con letra por cantar algo. Si esa fuera la verdadera causa de su enfado bastaría con que cantaran en lo alto del podio Asturias, patria querida o El vino que tiene Asunción.
Los himnos, como las armas, a veces los compone el diablo. No hay más que revisar las letras de algunos. Como todo lo que exacerba los sentimientos patrios, muchos himnos contienen párrafos o versos de dudoso gusto aún tratándose de supuestos episodios históricos que hay que asumir, qué remedio, y situarlos, con la perspectiva del tiempo, en su justo término y en su ámbito apropiado que es entre las cubiertas de un libro. Las naciones se forjan, en muchos casos, por oposición a otras a través de combates y degollinas, y los himnos no son ajenos a esos sangrientos hitos fundacionales. Lo dicho se aprecia a las mil maravillas en este fragmento del belicoso himno nacional de Carpatia -país de la convulsa Europa danubiana, desconocido para la mayoría y tan chiquitujo que ni siquiera sale en los mapas- y que transcribimos a continuación:
En las llanuras panonias,
Ljudevit Possavski, el inmortal,
Atusó su mostacho cárpata,
Como de foca ártica,
Blandió su espada
Y atizó a su rival,
El vil bordurio,
Esbirro del otomano sultán…
Hoy, afortunadamente, carecería de sentido aportar al himno una letra de esa catadura. Bien entendido que disparate mayor es procurarle una al himno que no la tuvo jamás. Pero nos amenazan con urdir una letra y nos aterra tanto como la que exalte un suceso glorioso modelado a cañonazo limpio, una, conforme a los tiempos que corren, proclive a la ñoñería y da miedo pensar en un apaño dulzón y gazmoño del gusto, por ejemplo, de los ingenieros monclovitas de la paz seráfica y universal, tan fifí y cursi que empalaga y tira de espaldas, o que atienda o incorpore las exigencias de la alianza civilizatoria u otros valores universales como la lucha contra el cambio climático.
Cuando nos hablan de himnos todos pensamos en mitos, en leyendas, en hechos épicos, aunque distorsionados, porque ese es el registro poético, himnódico, que en las horas de su alumbramiento reclaman las naciones. Un himno sin hoces golpeadoras, sin guillotinas que cercenen cabezas de un tajo, sin soldados caídos en combate o sin un escuadrón de caballería aguantando las descargas de la fusilería enemiga, parece que no es un himno.
A Tolerancio le fastidia que le pongan letra al himno, entre otras cosas porque corren malos tiempos para la lírica y habrá que santiguarse para que la letra no sea una milonga insufrible, una bobada descomunal que nos deje fríos o nos provoque una carcajada por culpa de un texto previsiblemente ridículo e infumable. A más de uno se le escapará la risa por lo bajini cuando toque cantarlo o tendrá que mover los labios como en el gag de un ventrílocuo para aparentar que se sabe la letra.
1 comentario:
Creo que la mejor letra para un himno nacional, de esta no nación, sino del "conglomerado de realidades nacionales", que por cierto hace unos días mi hijo de 10 años me preguntaba: "mamá, ¿qué es una realidad nacional?" y yo no sabía muy bien qué responder y le dije "un invento de los políticos para entretenerse entre ellos". Bien, pues yo creo que con la canción de Rosa de España, que fue la que más impacto mediático ha tenido en los últimos tiempos, -Europe living in the celebreison- sería la más idónea, o por lo menos, la más votada por todos/as los/as españoles/as,..porque españoles si que somos ¿o no?
Saludos
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